La bofetada a Charlotte Corday
Alexandre Dumas, padre
-Soy -dijo- hijo del famoso Comus, físico del rey y de la
reina; mi padre, al que su apodo burlesco hizo que lo incluyeran entre los
prestidigitadores y charlatanes, era un sabio distinguido de la escuela de
Volta, de Galvani y de Mesmer. Fue el primero que, en Francia, se ocupó de
fantasmagoría y de electricidad, pronunciando conferencias de matemáticas y de
física en la corte.
"La pobre María Antonieta, que yo vi veinte veces, y
que más de una vez me tomó de las manos y me besó cuando estaba recién llegada
a Francia, es decir, cuando yo era un niño, María Antonieta era gran admiradora
suya. A su paso por París, en 1777, el emperador Joseph II declaró que no había
visto nada más curioso que Comus.
"En medio de todo eso, mi padre se ocupaba de la
educación de mi hermano y de la mía, iniciándonos en todo cuanto sabía de
ciencias ocultas y en un montón de conocimientos galvánicos, físicos,
magnéticos, que hoy son ya de dominio público, pero que en aquellos momentos
eran secretos, privilegio sólo de unos pocos; el título de físico del rey, hizo
que mi padre fuera encarcelado en 1793; pero, gracias a algunas amistades que
yo tenía en la Montaña, conseguí que lo liberaran. Mi padre se retiró a esta
misma casa en la que vivo ahora, y falleció en 1807, a la edad de setenta y
seis años.
"Volvamos a mí. Acabo de mencionar mi amistad con
miembros de la Montaña. Estaba relacionado efectivamente con Danton y con
Camille Desmoulins. A Marat lo había conocido más como médico que como amigo.
Pero, en fín, lo había conocido. Como consecuencia de la relación que tuve con
él, por corta que fuera, el día en que condujeron a la señorita de Corday al cadalso,
decidí asistir a su ejecución."
Muerte de Marat por Charlotte Corday |
-Yo iba exactamente -interrumpí- a ayudarle en su discusión
con el doctor Robert acerca de la persistencia de la vida, contando un hecho
que la historia ha consignado relativo a Charlotte de Corday.
-Ahora llego a eso -interrumpió el señor Ledru- deje que lo
cuente yo. Yo fui testigo, por lo tanto pueden creer totalmente lo que voy a
contar.
"Desde las dos del mediodía había ocupado un sitio
cerca de la estatua de la Libertad. Era un día caluroso de julio; el tiempo
estaba pesado, el cielo nublado y amenazaba tormenta. A las cuatro la tormenta
se desencadenó; según dicen, fue en el instante preciso en el que Charlotte
subió a la carreta. Habían ido a buscarla a la cárcel en el momento en que un
joven pintor estaba haciendo su retrato. La muerte celosa parecía desear que
nada sobreviviera a la joven, ni siquiera su imagen. La cabeza estaba esbozada
ya sobre el lienzo y, ¡cosa extraña!, cuando el verdugo entró, el pintor estaba
pintando justamente la parte del cuello que la cuchilla de la guillotina iba a
cortar.
"Los relámpagos brillaban, la lluvia caía, los truenos
sonaban; pero nada había podido dispersar al populacho curioso; los muelles,
los puentes, las plazas estaban atiborrados; los ruidos de la tierra cubrían casi
los ruidos del cielo. Las mujeres, conocidas con el nombre enérgico de «golosas
de guillotina», la perseguían lanzándole maldiciones. Oí esos rugidos
aproximarse a mí como se oye el rumor de una catarata. Mucho tiempo antes de
que pudiera verse nada, el gentío se agitó; finalmente, y como un navío fatal,
apareció la carreta abriéndose paso entre la muchedumbre, y pude ver a la
condenada, que yo no conocía, que no había visto nunca.
"Era una bella joven de veintisiete años, con unos ojos
magníficos, una nariz de forma perfecta y unos labios de suprema regularidad.
Se mantenía de pie, con la cabeza erguida, no tanto para parecer dominar al
gentío, sino porque al llevar las manos atadas a la espalda se veía obligada a
mantener en alto la cabeza. Había dejado de llover; pero como había soportado
la lluvia durante las tres cuartas partes del trayecto, el agua que había caído
sobre ella dibujaba sobre la lana húmeda los contornos de un cuerpo encantador;
se habría dicho que salía del baño. La camisa roja que el verdugo le había
puesto, le daba un aspecto extraño, un esplendor siniestro, a aquella cabeza
altiva y enérgica. En el momento en que llegaba a la plaza, dejó de llover, y
un rayo de sol, deslizándose entre dos nubes, vino a juguetear con sus cabellos
que hizo brillar como una aureola. Realmente, les juro que aunque hubiera
detrás de aquella joven un asesinato, acción terrible incluso cuando venga a la
humanidad, aunque yo detestase aquel crimen, no habría sabido decir si lo que
estaba contemplando era una apoteosis o un suplicio. Cuando vio el cadalso,
palideció; la palidez fue más visible sobre todo a causa del contraste con la
camisa roja, que le llegaba hasta el cuello; pero casi al instante hizo un
esfuerzo, y terminó por girarse hacia el cadalso que miró sonriendo.
"La carreta se detuvo; Charlotte saltó al suelo sin
querer permitir que le ayudaran a bajar, luego subió los escalones del cadalso,
resbaladizos a causa de la lluvia que acababa de caer, tan rápido como le
permitieron la longitud de la camisa que le arrastraba, y la molestia de las
manos atadas. Al sentir la mano del ejecutor posarse en un hombro para
arrancarle el pañuelo que le cubría el cuello, palideció por segunda vez pero,
al instante, una última sonrisa vino a desmentir aquella palidez, y ella misma,
sin que nadie la atara a la infame guillotina, con un impulso sublime y casi
gozoso, introdujo la cabeza por la horrenda abertura. La cuchilla bajó, la
cabeza separada del tronco cayó sobre la plataforma y rebotó. Fue entonces,
escuche bien esto, doctor, escuche bien esto, poeta, fue entonces cuando uno de
los ayudantes del verdugo llamado Legros, agarró la cabeza por los cabellos y
como vil adulación al populacho, le dio una bofetada. ¡Pues bien! les juro que
al recibir la bofetada la cabeza enrojeció; yo lo vi, la cabeza, no la mejilla
¿me oyen bien? no sólo la mejilla que había sido tocada, sino las dos mejillas
y con un rubor similar, pues el sentimiento vivía aún en aquella cabeza, y se
sentía indignada por haber sufrido un oprobio que no figuraba en la sentencia.
El pueblo también se percató del rubor y se puso de parte de la muerta y en
contra del vivo, a favor de la ajusticiada y contra el ayudante del verdugo. Y,
allí mismo, exigió venganza de esta indignidad, y allí mismo el miserable fue
entregado a los gendarmes y conducido a la cárcel."
-Espere- dijo el señor Ledru, al ver que el doctor quería
hablar-, espere, eso no fue todo. Yo quería saber qué sentimiento había
impulsado a aquel hombre al acto infame que había cometido. Me informé acerca
del lugar en el que se encontraba; pedí permiso para visitarlo en la Abbaye,
donde había sido encerrado, lo obtuve y fui a verlo.
"Una sentencia del tribunal revolucionario acababa de
condenarlo a tres meses de prisión. No comprendía que lo hubieran condenado por
una cosa tan natural como lo que había hecho. Yo le pregunté qué había podido
impulsarlo a cometer aquella acción."
-¡Caramba! -dijo- ¡Qué pregunta! Yo soy partidario de Marat;
acababa de castigarla por cuenta de la ley, y quise castigarla también por
cuenta propia.
-Pero -le dije- ¿usted no comprende que es casi delito
violar el respeto que se le debe a los muertos?
Este cuento se encuentra en su libro "Mil y un fantasma" |
-¡Venga, pues! -me dijo Legros mirándome fijamente- ¿usted
cree que están muertos porque se les ha guillotinado?
-Por supuesto.
-¡Ah, pues! se nota que usted no ve la cesta cuando están
todos juntos; que no los ve mover los ojos, chirriar los dientes durante cinco
minutos después de la ejecución. Nos vemos obligados a cambiar de cesta cada
tres meses, hasta tal punto destrozan el fondo con los dientes. Es un montón de
cabezas de aristócratas, ¿sabe? que no quieren decidirse a morir, y no me
extrañaría nada que un día alguna de esas cabezas se pusiera a gritar: «¡Viva
el rey!».
Ya sabía todo lo que quería saber; salí obsesionado por una
idea: la de que esas cabezas estaban aún vivas, y decidí confirmarla.
(Cuento de su obra “Les Mille et un fantômes” (1849), traducción
de Esperanza Cobos Castro)
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